Gilda

Gabriel de Araceli

               LA REPRESIÓN SEXUAL era el arma, el anatema con la que el franquismo y la Iglesia (el orden es indiferente) cargaba las conciencias de sus súbditos o feligreses de aquella España, una, grande y libre, durante la noche eterna de la posguerra. Así que no es de extrañar que los angustiados jóvenes falangistas, los protegidos del régimen, redimieran su onanismo pecador arremetiendo contra las carteleras de los cines en las que se proyectaba Gilda. La Gran Vía se llenó aquel diciembre de 1947, cara al sol de un invierno que duró hasta 1975, de exaltados camisas azules que descargan su desconsuelo, semen retentum venenum est, el deseo, contra la imagen de Rita Hayworth desnudándose del guante, con la consiguiente alegría de los exhibidores, que obtenían así una publicidad gratuita. Alguien debía pagar la culpa de la miseria sexual colectiva: Put the Blame on Mame, boy.
La película se había estrenado el 15 de marzo de 1946 en el Radio City Music Hall de Nueva York, una producción de la Columbia Pictures, dirigida por Charles Vidor. Un húngaro que aterrizó en USA en 1924, un poco después de que lo hicieran en 1885 los Trump provenientes de Alemania. Esos emigrantes empeñados en alzar muros para ocultar sus orígenes extranjeros.
Era una época en la que las españolas decentes aún llevaban camisones con una abertura a la altura de las ingles que permitía el débito conyugal sin tener que descubrir al marido sus magras corpulencias; en las que los machos se iniciaban en el sexo en las casas de lenocinio; cuando en los retretes públicos se anunciaban gomas y lavados para curar la gonorrea. Así que aquella aparición de la Hayworth, aquellos primeros planos de su extraordinaria belleza, de su lascivia imaginada concitó todos los demonios del deseo y todas las frustraciones se volcaron en afirmar que sí, que efectivamente la pelirroja se desnudaba completamente en la pantalla, que la censura había birlado a los españolitos el esplendor de un desnudo integral que gozaban los americanos. Sin enseñar nada, la sex symbol americana, para colmo de ascendencia española, Margarita Carmen Cansino se llamaba, alcanzó las más altas cotas del Olimpo y condenó al infierno a miles de españolitos trasgresores del sexto mandamiento. El pecado en forma de celuloide. ¡Vade retro, Satanás!

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Era el mejor Hollywood, aquellos años de esplendor del cine americano, de finales de la guerra mundial y antes de que apareciera la televisión, un espectáculo brillante, forjado en bronce por un montón de técnicos, actores, directores, productores, muchos llegados de la ruinosa Europa, que dejaron películas que ahora son patrimonio mundial de la cultura. Como Casablanca, dirigida por otro húngaro emigrante: Michael Curtiz, de la que, un análisis minucioso de su guion, permite extraer coincidencias sorprendentes con el guion de Gilda.
Hay en ambas un trío amoroso, un menage à trois, dos hombres disputándose el amor de una mujer. Rick (Bogart) y Víctor Laszlo (Paul Henrid) disputándose el amor de Ilsa (la Bergman) en Casablanca. Johnny (Glenn Ford) y Ballin Mundson (George Macready) disputándose el amor de Gilda.
Y están en las películas los malos, los nazis, a los que se ejecuta por sus atrocidades. Mundson en Gilda. Y Conrad Veidt, el major Heinrich Strasser en Casablanca, ambos ajusticiados por las fuerzas del bien, los aliados de la 2ª Guerra Mundial. La historia la escriben los vencedores.

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Y hay dos policías buenos, pero corruptos. El detective Obregón, Joseph Calleia, de origen maltés, en Gilda. Y el capitán Renault, Claude Reins, en Casablanca.
Las dos se escenifican en una sala de juegos. Un ambiente claustrofóbico donde las pasiones se amplían y donde los personajes son cautivos del azar. Ricky Café Americain en Casablanca, el Casino de Mundson en Gilda.
Y hay secuencias de aviones. Los Laszlo partiendo a la libertad desde Casablanca. Mundson huyendo de su pasado en la avioneta que se estrella a poco de despegar, el castigo. Escenas de ruletas, de suicidas, de homosexualidad encubierta entre los hombres de Gilda, el bastón-estoque-falo de Mundson, dominante, con el que salva a Johnny, obediente, de sus rufianes agresores, de su pasado barriobajero. Y aquella bofetada de Johnny a Gilda (no estaba escrita en el guion, toma única, improvisada, Vidor mantuvo el motor sin cortar durante la acción) igual que el desprecio con el que Bogart despacha a la Bergman de su vida, el mal, entregándola al héroe Laszlo, al bien.
Fue Anita Ellis quien interpretó los temas musicales en Gilda: Amado mío y Put the Blame on Mame. Imposición de la Columbia a una disgustada Hayworth, tan buena bailarina como discreta cantante.

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Y no fue fácil la vida de la Hayworth, más bien una pesadilla. Se cuenta que sufrió en su niñez abusos de su padre, un guitarrista flamenco nacido en Sevilla. Su matrimonio con Orson Welles (tuvieron una hija en común, Rita estaba embarazada durante el rodaje de Gilda. Welles la convirtió en un adefesio rubio y la destrozó como diva, quizás vengándose de su propia genialidad, en “La dama de Shangai”, un año después, el último de su matrimonio) fue un desastre. Estuvo en España en 1964 durante su participación en “El fabuloso mundo del circo”, película de Henry Hathaway producida por Samuel Bronstons (el esplendor de los madrileños Estudios Bronstons. Samuel está enterrado en Las Rozas, en Madrid) y protagonizada también por John Wayne y Claudia Cardinale. Un filme que convirtió el Paseo de Coches de El Retiro en unos improvisados Champs Elysées donde la caravana de un circo se mezclaba con jinetes del lejano Oeste y rodada también en Chinchón y Toledo.
El alzhéimer empezaba a mermar su belleza y su cabeza. Sus últimos años los pasó al cuidado de su segunda hija, Yasmine, fruto de su matrimonio con el príncipe paquistaní Alí Khan. Aquel símbolo erótico que electrizó y llenó de placer, o de pecados mortales, a tantos españoles reprimidos falleció en 1987, a los 68 años.

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