Gabriel de Araceli
Una conciencia, una película o una novela pueden coincidir estrechamente cuando se enfrentan al dilema entre el bien y el mal que rige el comportamiento del ser humano, ciudadano atenazado y deudor de la sociedad que le da cobijo. Eso pasa en la conciencia del personaje de la novela El sueño del celta, de Vargas Llosa, el irlandés Roger Casement, embarcado primero en la denuncia colonialista contra la explotación genocida que Leopoldo II, rey de Bélgica lleva a cabo en el Congo a finales del siglo XIX, y después contra las atrocidades que las caucheras británicas perpetran en el Perú de comienzos del siglo XX.
Y eso le pasa al coronel Kurtz (Apocalypse Now Redux) cuando decide traspasar la delgada línea que separa nación, moralidad y orden y se rebela desertando del patriotismo y erigiéndose en el monarca de un reino primitivo. Ambos son héroes nacionales, distinguidos, diferentes. Casement ha recibido el título de sir y Kurtz las máximas distinciones militares. Y ambos son traidores a los ojos de las naciones a las que pertenecen y condenados a muerte por su insumisión, por su divergencia, por su diferencia. Estas obras son de alguna manera hijas de la novela de Joseph Conrad El corazón de las tinieblas, que se publicó por entregas en Londres en 1899.

Una complejidad extrema y ambigua se revela en el comportamiento humano ante lo inesperado, ante lo impredecible, ante lo irracional. Lo genial y lo horrible se dan la mano en el hombre. “Cada uno de nosotros es, sucesivamente, no uno, sino muchos. Y estas personalidades sucesivas, que emergen las unas de las otras, suelen ofrecer entre sí los más raros y asombrosos contrastes» escribe José Enrique Rodó, citado por Vargas Llosa en el preámbulo de su novela El sueño del Celta.
El capitán Willard es el ejecutor que utiliza el poder para liquidar aquello que contraviene al orden, para acabar con la desobediencia, con la diferencia. El crimen de estado es necesario y el poder nunca reniega de él si están en juego los intereses espurios de la nación. El imperio británico acabó con el radical sir Roger Casement al igual que el ejército americano acaba con Kurtz. Ambos se pasaron al enemigo, a otros intereses extranjeros incompatibles con la conciencia patriótica. Casement se pasó de un nacionalismo a otro y Kurtz se convirtió en dios. El poder aniquila la disidencia, todo aquello que huela a insumisión, protesta o deseo de conocimiento o de saber del ciudadano.
«En todo corazón humano hay una confusión entre la irrealidad y la realidad, entre el bien y el mal y no siempre triunfa el bien. En ocasiones, el lado oscuro vence a lo que Lincoln llamaba los ángeles de nuestra conducta, todos tenemos un punto de fractura» susurra como argumentos el general de la CIA a Willard, un militar, que no se plantea sino la obediencia ciega, el verdugo perfecto, servidor sumiso del Estado, el verdadero patriota. Hay un momento en que Casement-Kurtz traspasan ese delgado límite que la nación ha marcado como frontera y se convierten en apestados para aquellos patriotas que antes los honraron y premiaron. Y la nación los castiga, los encierra en la mazmorra de enemigo público y los condena a la desaparición. Todo se confunde en esa inmoralidad de las razones prácticas: política, ética, nación, justicia, milicia, patria, idioma, religión, sociedad, ideales, moral, cultura, procedencia, occidente-tercer mundo. Todos tenemos algo de Casement-Kurtz y es la patria la que delimita la línea que difiere los extremos y los criterios con que nos juzga: la abnegación, la traición, el horror, el bien y el mal, el delito y la justicia ejemplar, la virtud o el mal. ¿Qué líneas traspasaron Casement y Kurtz? Todas las del buen patriota.
El rodaje de Apocalypse Now (1979) fue una de las grandes empresas que ha acometido el cine a lo largo de su historia. La tragedia, el drama, el vértigo, la incertidumbre, las dificultades extremas a las que hubo que hacer frente el equipo de rodaje, el fracaso y el éxito se conjuraron para hacer una obra de arte y una película irrepetible que, tras su re-edición en Apocalypse Now Redux (2001, la versión avalada por Francis Ford Coppola como preferida, tres horas y veintitrés minutos de exquisito montaje) la convirtieron en epopeya, en uno de los hitos del celuloide de todos los tiempos, tanto por su introspección en la conciencia del ser humano sometido a una situación extrema como por su innegable valor de relato cinematográfico. Coppola no ha ocultado la influencia que la película Aguirre, la cólera de dios, de Werner Herzog, tuvo en la creación de su Apocalypse. Las similitudes entre todas las obras aquí citadas son evidentes.

Técnicamente es una película de guerra, ¿o no? Aunque queda claro que la necesidad del orden patriótico se impone en el film sobre la desavenencia Willard regresa con la certidumbre de que cualquier escrúpulo que le plantee su conciencia humana lo disculpará su disciplina castrense. Entonces, «¿para qué todo aquello?» se pregunta obedeciendo. Su vida personal, su matrimonio han sido un fracaso, todo lo ha sacrificado a lo que de él espera la patria. Pero prevé que inevitablemente será el Vietcong quien triunfe, el disidente, el que impondrá la ley natural a la poderosa gran potencia.
Roger Casement se enfrenta, además, a su identidad sexual, una diferencia que añadir a su agitado militarismo antinacionalista británico, o nacionalista irlandés. Se pasa literalmente al enemigo germánico y al enemigo homosexual. Es un traidor absoluto, reniega del nacionalismo con otro nacionalismo. Y no queda para él sino el castigo. La patria no deja impune la disidencia, o la diferencia. La patria es el apocalipsis redentor que truena en las trompetas disonantes de los agitados nacionalismos purificadores.
(Revisado en julio de 2017)