Barton Fink (Se te queda una cara de idiota…): Veraneo en el Doré (IV)

Antoine Doinel

—Pues no sé, no he entendido nada porque

—Mira (interrumpiendo), Terry, es muy fácil, la cosa va de un autor teatral que escribe sobre la gente corriente y que le llevan a Hollywood a escribir una B movie prometiéndole que le van a pagar una pasta. Le encargan una peli de lucha libre que protagonizará Wallace Beery, que hacía de malote muy grandote y que interpretó, entre otros, a Long John Silver. Pero claro, Barton, el escritor personaje protagonista, no tenía ni idea de escribir guiones de cine y menos aún de lucha libre. Ya sabes, el alma de toda peli es el guion. Lo demás está al servicio de lo que se invente el guionista. Y para demostrar este precepto, lo primero que aparece es una UNDERWOOD, que simboliza el poder de la mente, de la creación literaria. ¿Vas entendiendo?

—Sí, Carmelita, todo eso lo he entendido, pero después se lía con la aparición del personaje del vecino de habitación en el hotel

—El hotel (interrumpiendo) simboliza el mundo claustrofóbico, las paredes en blanco, como las del protagonista, de las que se despega el papel, sus ilusiones que se van, el pasillo interminable lleno de zapatos, de mentes vacías, que nadie calza, es un largo camino que hay que recorrer, poner a trabajar a la imaginación para llegar a la meta de la historia. Simbolismo, simbolismo, simbolismo. Sí, es cierto que aquí los Coen llenaron de simbolismos el guion que resulta muy prolijo y difícil de entender. Dicen que a veces se sugieren simbolismos propios de Hitchcock, que recuerda a Faulkner, que si se apela a “Repulsión”, de Polanski; o a “Los viajes de Sullivan”, de Preston Sturges; que si a “El resplandor”, de Kubrick, que si…   Por eso el personaje de Charlie Meadows, el simpático gordo vendedor de seguros a domicilio, representa el salvavidas al que se agarrará el protagonista para solucionar el embrollo en el que se ha metido.

—Sí, pero después el simpático vendedor de seguros se convierte en un asesino buscado por la policía a los que se carga en

—Elemento sorpresa, vuelta de tuerca, o de guion que los Coen potencian con esa caja misteriosa que atrapa al espectador a la butaca, junto con los dos polis bordes y antipáticos. ¿Qué contendrá la caja? ¿Una cabeza en descomposición de alguna víctima? Se pregunta a partir de aquí el espectador.

—Pero al espectador no se le da respuesta. Ni se le aclara qué contiene la caja ni se le explica la personalidad del simpático vendedor de seguros, reconvertido de buenas a primeras en asesino, lo que resulta una estafa para el sufrido espectador que a estas alturas anda perdido en la trama. Y, además, aparece una chica que

—Sí (interrumpiendo), siempre tiene que haber una chica para que haya historia, que es además la novia de otro personaje secundario, casi un figurante, que hace de gran guionista, un alcohólico al borde del delirium tremens. Y que resulta que es la que verdaderamente escribe los guiones del borracho, la chica. Si no hay chica no hay película. Los Coen quieren denunciar el papel secundario que se concedía a las mujeres en el momento representado, la entrada de los USA en la Segunda Guerra Mundial, 1941. Y a la vez se burlan de la industria hollywoodense y de Louis B Mayer, el gran magnate y dueño de la Metro Goldwyn Mayer, al que disfrazan de coronel, con sus cambios de humor en su excéntrica mansión. Mayer resulta odioso.

—Sí, todo eso está muy bien, Pero a la chica ¿por qué la matan, que aparece toda desangrada en la cama? Es algo absurdo, sin ninguna razón argumental, puro surrealismo, los Coen se vuelven Buñuel, meten a la chica en el guion para sacarla al cabo de diez minutos, como al vendedor de seguros.

—Bueno (dudando), es un recurso narrativo para crear intensidad dramática. 

—¿Y la segunda chica, la de la playa que aparece en el calendario? ¿Otro recurso dramático para acentuar el interés de la historia? No tiene ni pies ni cabeza. Dos chicas cuando aún no se sabe qué ha pasado con la primera, quién la ha matado. De qué van los Coen, mezclan realidad y fantasía, como hacer realidad un sueño que ni siquiera se ha soñado. Eso sumerje más aún en el desconcierto al espectador. ¿Acaso se necesita un cociente intelectual de 180 como el de Boby Fischer para ir al cine? Parece que los Coen han hecho esta peli sólo para espectadores dotados de una inteligencia superior, la doran con un tinte intelectual para que nadie la comprenda. El recurso de los necios. Y en Cannes le dieron todos los premios de 1991. Como si no hubiera más cine ni en el pasado ni aquel momento ni en el futuro. Lo habitual, todas estas pelis tan premiadas por la crítica después son un absoluto fracaso en taquilla porque el público no es tonto y no se le engaña por mucho que los críticos las ensalcen con crónicas ininteligibles y abstractas que sólo entienden ellos y las premien en festivales chic de alfombras rojas por las que desfilan actrices sin ropa interior y actores emperifollados de Ermenegildo Zegna.

Carmelita y Terry se sientan en los sillones modernistas con los que el posmoderno arquitecto Javier Feduchi decoró la cafetería del Doré. La cerveza helada humedece sus gaznates, hablar de guion resulta más fácil si se mantiene frío el intelecto.

—A Boyero la peli le pareció inquietante, sombría, alucinada y sarcástica.

—O sea, que no le gustó nada.

—Bueno, tiene su lado bueno. No dura más de dos horas.

—¡Se te queda una cara de idiota..!

—¿Y los Coen?  Su segunda película. Eran los niños terribles del cine hasta que apareció Tarantino. El año siguiente rodó “Reservoir Dogs”, anticipo de lo que tres años después sería su gran éxito mundial. Este sí reconocido por crítica y público: “Pulp Fiction”. Peliculón. Un guion que el gran Quentin retuerce con maestría. La noción de tiempo narrativo la desarma a su gusto, el antes y el después se someten al servicio del relato, una historia que todo el mundo comprende, no hace referencias a ningún monstruo cultural ni hay simbolismo alguno. Todo de usar y tirar. Y después… a vivir de las rentas.

—Con “El gran Lewoski” te ríes mucho.

—Sí, y con “Fargo”, debieron de reflexionar y empezaron a hacer películas pensadas para el público, no para la crítica. Incluso con “No es país para viejos”. Una gran interpretación de Javier Bardem.

—Bueno, lo mejor de la peli es esto, la cafetería del Doré, la cerveza te la sirven que da gusto. Qué grande es el cine.

—Sí, las patatas fritas también están riquísimas

—Entonces, qué, ¿otra cerveza?

—Con patatas fritas, por favor.



París-Tombuctú-Lavapiés: veraneo en el Doré

Antoine Doinel

—¡Qué horror! Ver así a Michel Piccoli, con ese barrigón, tan viejo, tan derrotado, con lo que era en “Tamaño Natural” veintiséis años antes, da lástima comprobar el paso del tiempo, ese viaje en busca de la felicidad perdida que emprende el médico parisino. Berlanga no contó con su genial Azcona y eso lo pagó caro, así les salió el guion, por mucho colaborador familiar que metiera la mano en la marmita literaria, algo incomprensible, una majadería impropia del gran genio, de don Luis II. Bueno, sin ánimo de clasificar, ¡eh! El primer Luis fue Buñuel, simplemente por una cuestión de edad. Los dos tenían fijación con París. ¡Porque lo del viaje en bicicleta de París a Tombuctú… una propuesta completamente inverosímil! ¡Pero si se le ve muy mayor para pedalear! La premisa principal que debe tener un guion, una historia aun inventada es que sea creíble. Aunque sea mentira. Y quién se cree que Piccoli pueda pedalear encima de ese hierro retorcido con ruedas que le han puesto bajo el culo. Claro, a Boyero le faltó tiempo para ponerla a caldo, que sentía vergüenza ajena, escribió, se pasó, tampoco había que fusilarla, por mucho que los diálogos… —Carmelita se abanica con brío mientras esperan al camarero—.

—Berlanga recurre a sus actuaciones corales. La peli tienes que comprenderla así, firma de la casa, no hay protagonistas, todos lo son, fíjate que

—Y los diálogos —interrumpiendo— disparatados, como toda la peli, un disparate tras otro sin pies ni cabeza, con el star system patrio del momento mojando en la paella. Vamos, que no falta ni uno: Concha Velasco, Amparo Soler Leal, Gurruchaga, Santiago Segura, que ya se veía de brazo tonto de Torrente, Juan Diego todo el rato en pelota, José Sancho, que hace un papelillo de tres pesetas, estaba mucho mejor antes interpretando al estudiante en Curro Giménez, o al cardenal Tarancón después. Aquí sale un momento para meter la cuchara en la paella, que es lo que es la película, una paella coral, una excusa de Berlanga para comerse con los amigos, todos juntos una paella en su adorado Calabuch, en Peñíscola, ese es el verdadero sentido de la película, una excusa para ponerse de arroz hasta arriba. Sí, por favor, camarero.

El camarero de la Sidrería Asturiana de la calle Argumosa, en Lavapiés, se acerca con la carta.

—Ya lo tenemos decidido. Una de chopitos, una de cecina y una botella de sidra.  

—Enseguida viene todo —y se aleja hacia la barra.

—Mira, Terry, una paella y la mascletá, esencia valenciá, cohetes y petardos todo el rato entre las murallas de Peñíscola, un lugar donde Charlton Heston y Sofía Loren rodaron después “El Cid”. ¡Alucinabas!, todo el pueblo de Calabuch, digo de Peñíscola de figurantes rodando con Charlton Heston y la Loren, un homenaje a sus orígenes, para Berlanga era volver al paisaje de sus primeros éxitos, todos los amigos juntos, el espíritu de la gran familia de Plácido, de Bienvenido míster Marshall, de El verdugo, de La Vaquilla, de La escopeta nacional. Los planos secuencia que tanto le gustaban a don Luis II. Los planos secuencia, que son como su firma, la razón de su cine. En aquella secuencia de La Vaquilla, toda la tropa subiendo agotados la cuesta, que mandó repetir treinta y dos veces para elegir después la primera, lo contaba Alfredo Landa, treinta y dos veces subiendo la jodía cuesta con el correaje, las botas, el mosquetón y el uniforme republicano, con un calor de caldera que Berlanga les hizo subir a todo el elenco para después elegir la primera toma. Se dice pronto. Pues aquí no hay planos secuencia. Aquí en París-Tombuctú sólo hay planos demencia.

—Al menos no pierde su humor, sigue siendo un cine divertido, incluso surrealista y crítico con esos hermanos pleiteando por la herencia de

—La que sale bien parada —interrumpiendo a Terry— es Concha Velasco. Concha le debe agradecer a Berlanga lo bien que la saca en la película. Una señora de su edad y enseñando las tetas, que las tiene magníficas, ¡peazo tetas!, no sé qué pensarás tú como hombre, pero a mí me parece que la Velasco se llevó un alegrón al enseñar las domingas, además comparada con la otra señora a la que la cirugía mamaria le ha dejado unas tetas impresentables. Tamaño natural, jaja. Unas piernazas y un culazo que tiene la Velasco, ahí ya con sesenta años, que hace muy bien en enseñar. Y además es que tiene sentido porque Piccoli es cirujano plástico, no está metido con calzador en el guion. Mucho más guapa que de Chica yeyé. Casi lo mejor de la película.

El camarero deposita sobre la mesa los chopitos, la cecina y sirve la sidra.

—Deliciosa, qué fresquita. No, decía que los hermanos pleitean

—Sí, ese es otro delirio de los guionistas. O era para darle el papel a Gurruchaga, que se interpreta a sí mismo en su versión viaje con nosotros. La película es completamente absurda. Si hasta sale Bahamontes, pobrecito, que se ha muerto ahora, interpretado por Luis Ciges. ¿Sabías que Luis Ciges era sobrino de Azorín? Ciges, otro casi hermano de Berlanga, que se llevaban como hermanos, a mí me gusta mucho en “Amanece que no es poco”, en el sidecar o en la cama de la pensión con Antonio Resines, esos diálogos absurdos entre padre e hijo, tan surrealistas pero tan convincentes, guion, guion y guion el que hizo Cuerda. Resines, irreconocible, hace del ciclista que le vende a Piccoli la bici en París, ¿pero qué pinta Bahamontes en la película?, está metido con calzador, una excusa para homenajear al ciclismo y de paso un papelito para Ciges. Estos chopitos están buenísimos, ¡pues anda que la cecina!, pincha, pincha antes de que se enfríen, aunque con este calor… —y Carmelita se afana sobre la bandeja de chopitos tenedor en ristre— ¡riquísimos! Anda, abre esa segunda botella de sidra, que hace mucho calor.

—No, decía que los hermanos

—Ya sabes, una película es una obra conjunta, preproducción, rodaje y postproducción. La fotografía la hizo Hans Burmann, hermano de Wolfgang, el decorador, e hijo de Sigfrido, que vino de Alemania a principios del siglo XX y llegó a trabajar en la UFA de director artístico, los Burmann, una dinastía de creadores y artesanos del cine. Parece que, seguro por iniciativa de Hans, aquella cámara inquieta de Berlanga capaz de aguantar un plano de más de tres minutos aquí se atempera, se adecua a la cultura y educación cinematográfica del espectador del año 1999, el fin del milenio, cuando se rodó la peli. La televisión había modificado la percepción del espectador. Y ya existía el vídeo y podías ver después la peli en tu casa. La magia de la gran pantalla era algo ya casi desconocido por el espectador. Las salas cuchitriles que ahora han sustituido a los cines de la Gran Vía. Eso que ahora reivindica el Garci, un crak. Por eso me gusta venir al Doré para ver las pelis clásicas. Con esa pantalla, con este aire acondicionado, con este público entendido, ¡si es lo mejor para el verano! Y después te bajas a Lavapiés y te zampas unos chopitos en la sidrería asturiana y es como si el león de la Metro se arrodillara a tus pies y rugiera de placer. Traiga otra botella de sidra —dirigiéndose al camarero— y dos tartas de queso de postre. Qué bien se está en el Doré, digo en la sidrería, qué fresquitos.

—Sí, yo decía que si el guion

—Sí, tienes razón, habría que modificar el guion. Ya sabes todas las veces que el guion se ha modificado a lo largo de la historia del cine. Desde “Casablanca” hasta “El Cid”, los guionistas son los negros que trabajan a destajo para dar gusto al ego de las superestrellas. Recuerda que John Ford mantenía con los guionistas una complicidad comprometida. “Diga lo que pone en el guion, no se salga del guion, de lo que ha escrito ese señor al que le pagan muy bien por escribir eso que usted no ha dicho”, dicen que le dijo a Claire Trevor, la chica de “Stagecoach”, aquí “La Diligencia”, porque no decía lo que estaba escrito en el guion. Claire Trevor, la chica resignada del malo Edward G. Robinson en “Key Largo”. En “La Diligencia” hay una secuencia en el saloon que le sirve a Berlanga para su “Bienvenido”, los vasos de güisqui se deslizan por la mesa mostrador, Pepe Isbert, el alcalde, disputa con el malo los tobillos de la chica, el sueño erótico de Lolita Sevilla. De nada le valió a Edward G. Robinson que se opusiera a “Bienvenido” en Cannes, fue laureada. Lo mejor para el verano, el cine, y ver ocho veces “Stagecoach”, si no es en el Doré en tu casa. Por eso no le veo mucho sentido al título ese de Tombuctú, y si trabajara para Berlanga suprimiría lo de Tombuctú y añadiría un Lavapiés, mucho más adecuado al título que el original. El Doré, aire acondicionado, chopitos, cecina, sidra, tarta de queso, una conversación agradable entre dos amantes del cine. ¿Acaso hay algún sitio mejor para veranear? Un París-Lavapiés, sin más.

 —Sí, el guion, el guion, el guion

—No hables tanto, cariño, y tómate el helado, que se derrite.



Cartelera del Doré mes de agosto

Deseo de una tarde de verano en el Doré: Blow Up

Antoine Doinel

Secuencia única. Exterior, las ocho de la tarde en la calle Santa Isabel.

Una avalancha de espectadores sale del cine Doré. Comentan la película “Blow Up”, que escribió y dirigió Michelangelo Antonioni en 1966 (no confundir con Michelangelo Merisi da Caravaggio) que Carlo Ponti produjo para la Metro Goldwyn Mayer. Carmelita Flórez intercambia con su novio, el reportero Terry Mangino sus impresiones, sus grandes ampliaciones, sus Blow Up sobre el filme, premiado con la Palma de Oro en Cannes en 1967. Hace un calor de caldera en Antón Martín, camino del bar del Ateneo.

CARMELITA (abanicándose)

El fotógrafo es un capullo, su papel, se cree el rey del mambo y trata a las modelos con desprecio, un machista que va avasallando a las mujeres, como si fueran de usar y tirar. Vamos, que me parece muy bien el corte que le pega Vanessa Redgrave y como le despluma los negativos.

TERRY

Se refleja el Londres de los sesenta, del Swinging London. El protagonista era sin duda…

CARMELITA (interrumpiendo a Terry)

No, hay un protagonista colectivo que es el momento histórico que el corazón del Imperio Británico está viviendo. El laborista Harold Wilson ha ganado las elecciones y Londres se convierte en el centro del mundo ayudado por la yeyé Mary Quant y su minifalda, los Beatles, los Rollings, la moda del Soho y las revistas ilustradas. Todo eso está muy bien expuesto en el guion. La protagonista es la juventud desenfada, que nació después de la segunda guerra mundial y que quiere disfrutar de la vida. Ahí tienes a la Jane Birkin, veinte añitos, que entonces era la mujer de John Barry. Qué hacía John Barry con una chica así. Todo el papel de la Birkin en la película es quitarse la blusa y perseguir al fotógrafo. Después vino el je t’aime con el otro capullo del Gainsbourg y el moi non plus. Ella misma lo contaba en sus memorias, estaba casada con el sol Barry cuando no era sino un pequeño asteroide perdido por la galaxia.

Mary Quant, la creadora de la minifalda.

TERRY

Sí. Yo decía que sin duda el papel del fotógrafo era el de protagonista, que marcaba paquete conduciendo un Rolls Royce, eso ahora sería…

CARMELITA (imponiendo su opinión)

No me extraña que Boyero diga que la peli es insufrible. Aunque ya sabemos cómo es Boyero, bueno, va de suficiente pero de cine sabe un huevo. En la primera hora y cuarto de la peli no pasa nada. El fotógrafo se dedica a maltratar a las chicas con sus caprichos fotográficos, se refleja a las modelos como pura mercancía, perchas en las que colocar la ropa. Y encima las chicas participaban interesadas en el aquelarre, en su propia comercialización hasta el punto de que se humillaban por salir en las fotos. Recuerdo la opinión de Carlos Saura, sería diciembre de 2017, estábamos hablando con él en Fotocasión, en El Rastro: «BLOW UP no me gusta nada, es muy pretenciosa, una película de aquel momento yeyé».

TERRY

Saura siempre fue un gran amante de la fotografía, he visto fotos de Saura que…

CARMELITA (interrumpiendo a Terry)

Saura también iba de divo. Había rodado ese mismo año “La caza” y su ego no admitía la competencia de otra película. Y como fotógrafo se sentía un reportero callejero más que un fotógrafo de modas engoladas en un estudio cerrado. Tiene un reportaje en El Rastro que es interesante. Pero lo que yo quería decir, y no me interrumpas, Terry, es que el guion de Blow Up no se ajusta a los parámetros narrativos que debe tener un buen guion. Decía que en la hora y cuarto primera Michelangelo Caravaggio, digo Michelangelo Antonioni, no cuenta nada interesante en su película, es un claroscuro, más bien oscuro inventario de un atleta fotógrafo estrenando su nueva Nikon F, la joya de la tecnología japonesa. La peli también es muy didáctica y enseña al espectador el oficio de fotógrafo que ahora se ha perdido por completo. Ves a Thomas como revela carretes de negativos, como expone en su ampliadora los clichés más interesantes que ha seleccionado previamente, como amplía fotos con una cámara de placas, como se mueve por el parque persiguiendo la presa, a los amantes, un poco teatral e inverosímil que se esconda tras los árboles cuando ya la chica le ha visto.

TERRY

Sí, nadie va de pose cuando hace fotos. Por cierto, alguien debiera haberle dicho al actor David Hemmings cómo un reportero coge una cámara porque la coge de una forma poco profesional, porque, además, con un objetivo angular no pillas nada si está lejos, porque…

CARMELITA (interrumpiendo a Terry)

Antonioni nos está mareando con los exabruptos de Thomas, el fotógrafo, su estudio donde somete a las maniquíes a sus delirios fotográficos, sus pretensiones de coleccionista de antigüedades, sus sueños de documentalista social, el mundo gay de la época con esa pareja que pasea al perrito. En una de esas fotos del book que se muestra en el pub suburbial londinense sale Cortázar como un mendigo más, en un cuento suyo se inspiró Antonioni. El guion hasta ese momento es plano, todo planteamiento, una panorámica, un plano general narrativo del oficio del fotógrafo sin ningún desencadenante. Planteamiento y planteamiento y planteamiento. Va contra las normas aceptadas de estructura de guiones donde se dice que el cambio de eje narrativo debe producirse a mitad del primer tercio del filme. Y es, sin embargo, al comienzo del tercer tercio cuando se produce la ruptura, el desencadenante de la acción, el detonante. Cuando la peli, más que mediada, cobra intensidad e interés porque el fotógrafo, que es un vividor con licencia para entrometerse en la vida de los demás, se pone a fotografiar en el parque a esa pareja de amantes clandestinos. La chispa de la película, el fulminante. Y se culmina el interés, sube la tensión narrativa cuando descubre que ha habido un asesinato. Ahí es cuando empieza la peli, en el minuto ochenta. Y Antonioni nos ha estado dando la paliza durante setenta y cinco minutos conduciendo como un loco en su Rolls por las calles de Londres. O sea, que el guion, que lo hizo en colaboración con su amigo del alma Tonino Guerra, otro monstruo del guion que escribió también Amarcord, de Fellini, falla. Falla aún siendo el espectador generoso en sus opiniones críticas. Y es ahí cuando Antonioni se luce, con esos silencios que utiliza para potenciar la acción, cuando la película cobra intensidad, en esos planos fijos y mudos de las ampliaciones, las blowup, en ese silencio de las imágenes de las copias fotográficas sujetas con alfileres a la pared, metáfora del argumento insostenible que el fotógrafo pueda exhibir para mantener su acusación de haber descubierto un asesinato. El silencio, los silencios como potenciación expresiva, que tanto utilizaba Hitchcock en Psicosis, un poco antes, 1960. Fíjate, Hitchcock mata a Janet Leigh, a la protagonista, en el primer tercio de la película. La peli se queda sin referencia, Alfred ha llevado al espectador por un camino anodino de un robo pasional y con la muerte de la protagonista empieza la película. Y di tú algo, Terry, que parece que soy yo la única que hablo.

David Hemmings interpretando al fotógrafo Thomas en la secuencia final. En producción nadie le dijo cómo se coge una cámara. Así es muy difícil manejar el disco de enfoque de la Nikon F1. Con posterioridad tuvo un papel destacado en la serie de televisión «Se ha escrito un crimen».

TERRY (se rasca detrás de la oreja derecha)

Sí, no, sí… decía que… como fotógrafo… Saura, bueno, no. Que hay un momento en que Thomas, el fotógrafo se reúne con su amigo Ron, el editor, que está fumándose unos canutos en un pub con un montón de tías todas puestas y…

CARMELITA (interrumpiendo a Terry)

Sí, era el momento del LSD, de la maría, de la cocaína que asaltaba las conciencias de los progres para liberarse de los traumas heredados de la generación anterior, aquella que sufrió la guerra. Estaban hartos del compromiso heroico de sus mayores y querían divertirse, vaciar sus conciencias del pánico heredado, puro hedonismo, ruido frente a recogimiento. En el concierto en el que se mete Thomas buscando a su víctima/verdugo, Vanessa Redgrave, aparecen The Yardbirds, teloneros de The Rollings Stones, puro ruido, puro exabrupto contra la sociedad conservadora de sus mayores. En esa secuencia el guitarrista rompe su guitarra y el mástil sale volando hacia el público que se lo disputa. Al final se lo lleva Thomas pensando que es un trofeo. Y en la secuencia posterior lo abandona en la calle. Un trozo de madera. Esto no vale nada parece decirse. Será el inconsciente de los guionistas, la música rock no vale nada, es de usar y tirar, Antonioni lo recoge así, no vale nada, como los intentos de la juventud por alzarse contra el status quo, son amagos indolentes, volverán al redil después de haber gritado. Alucina vecina. Yo con lo que alucino es con lo de Massiel. Pensar que ganó Eurovisión en 1968, en el Royal Albert Hall de Londres, en mitad de aquella pléyade de modernos cuyas referencias musicales del momento eran Lennon, McCartney y Mike Jagger, en aquel universo de libertades, que le dieran el premio a la Tanqueta de Leganitos parece irreal. Una película de ficción con final feliz. Unos años después, en 1970, fue elegido premier el conservador Edward Heath y comenzaba su carrera fulgurante una jovencita Margaret Thatcher. Adiós fotógrafos de moda conduciendo Rolls Royce, se pasaba al reporterismo de combate. Llegó Vietnam y las Nikon F2. Era el comienzo del fin. Terry di algo.

TERRY (de amor y silencio herido)

Sí, las Nikon F2, eran un arma, como la que lleva Thomas en la escena final que deja abandonada en la hierba que simula la escena del crimen, la de los mimos que imaginan jugar un partido de tenis…

CARMELITA

El desenlace. El gran teatro del mundo en una pista de tenis. Todo vuelve a su cauce y se da al espectador la solución final. No hay que dejar el relato con un final abierto, eso sería una estafa. Hay que ser contundente. Que el espectador se convenza de que no le han timado. Que el tiempo que ha empleado en ver la peli le ha sido rentable, al menos emocionalmente. Que salga del cine convencido de que los seis euros que ha pagado en taquilla le han resultado útiles. Y ahí sí que están espléndidos Antonioni y Tonino Guerra. El partido de tenis imaginario, esa legión de bulliciosos mimos devolviéndose la bola, actores que interpretan la realidad de los sueños y la fantasía de nuestros temores. Todos interpretamos un papel entre la ficción y la realidad y las distancias son muy cortas. A veces nos movemos en el mundo de las confusiones y los demonios de nuestro lado oscuro superan a los ángeles de nuestra naturaleza blanca. O la confundimos, la irrealidad se impone a la verdad, vence la ilusión, o vivimos en un mundo de fantasía, teatralizamos imposibles en un escenario de mentiras verdaderas. Thomas le devuelve la imaginaria pelota que el mimo le reclama, que ha enviado al territorio de los sueños, a la escena del crimen donde estaba el cadáver. Se hace cómplice de una mentira, o de una verdad. Pero no hay pelota, ni escena del crimen ni muerto, es todo teatro, puro teatro mímico. Sin embargo, Thomas acepta su papel y reintegra imaginariamente la bola que recoge de una irrealidad inventada, el territorio de la ficción. Sin cadáver no hay crimen, sin imaginación no hay falso partido de tenis. Todos participamos en la farsa. Ha jugado al tenis y le han derrotado. Hay que conformarse, todo ha sido un capricho del destino una fábula, un delirio de la mente de un fotógrafo que se creía superior, una gran ampliación o distorsión de la realidad, un blow up, una película.

TERRY

Sí, a veces las fotografías no son más que malas copias de la realidad, un falso testimonio y hay que…

CARMELITA (agarrando a Terry por la cintura)

Anda, que estarás seco de todo lo que has hablado, que todo lo que has dicho ha sido muy elocuente, cómo se nota que eres un profesional del reporterismo, que no me dejas meter baza, con eso de que eres fotógrafo, con eso de que tienes aún dos Nikon F3 con motor…

Y los dos se meten en el bar del Ateneo para tomarse unas cervezas. En la calle del Prado sigue el calor de caldera. Créditos. Funde en el azul Prusia de la noche madrileña.

FIN

Escrito y publicado el 14 de agosto de 2023 por Antoine Doinel




Los que no perdonan: una de indios y vaqueros en el Doré

Antoine Doinel

—¡Eres tan gran director de cine como hijo de puta!, le soltó Deborah Kerr a John Huston en el rodaje de “La noche de la iguana”, allá en Puerto Vallarta, en 1964. Y algo parecido le había soltado antes, en 1960, Audrey Hepburn cuando rodaban “Los que no perdonan” tras sufrir un accidente que casi la deja tetrapléjica al caer de un caballo. Trabajar con Huston no era fácil. Era un broncas, un gigante que había sido un boxeador campeón y resolvía los problemas del rodaje a puñetazos, iba de malote, odiado y admirado a la vez. Por eso sus pelis siguen resultando tan atractivas e interesantes de ver. Y tan polémicas, porque “Los que no perdonan” es una peli racista que deja a los indios Kiowa como una panda de tarados a los que hay que matar para que no se lleven a la protagonista, la chica. ¿Me estás escuchando, Terry? —y Carmelita le dio ligeramente en el hombro con su abanico al reportero que había desviado la vista hacia una espectadora que buscaba su butaca por el pasillo central del Doré—. Sí, te escucho, decías que Huston se cabreó con Deborah Kerr una noche en Puerto Vallarta cazando iguanas con Ava Gardner, Sue Lyon y Richard Burton.

Carmelita suspiró resignada, ¡hombres! Se está bien en el Doré las tardes de agosto, fresquito, una buena cartelera de cine clásico, butacas cómodas y amplias, un público entendido, respetuoso pero exigente y una sala de proyecciones que parece un palacio, el Museo del Prado del cine, películas que emocionan, que te agitan, que te hacen perder la noción del tiempo, que te enamoran, que te recuerdan a aquella chica, o chico, con el que una vez, hace muchos años, descubriste un domingo cualquier el primer beso al apagarse la luz del cineclub de un colegio mayor de la Universitaria. Las salas del Doré se llenan los veranos, ya casi no quedan cines así en Madrid, todos son salas pequeñas con pantallas reducidas donde los espectadores, casi todos gordos, consumen enormes cartones de palomitas que atufan a aceitazo rancio. Dos horas después se encienden las luces, algunos cinéfilos aplauden la película y la sala se vacía hasta la sesión siguiente. El Doré, un lujo de otra época.

—Y una pizca de relación incestuosa tiene “Los que no perdonan”. No me digas que no, Terry —dice Carmelita fuera ya del Doré, en la calle santa Isabel— porque eso de que el hermano mayor, protagonizado por Burt Lancaster, al final, para arreglar la historia, se lo quiera hacer con la que siempre fue su hermanita pequeñita, Audrey Hepburn, es que chirría. Cosa de los guionistas, Ben Maddow y Alan le May, dos de los grandes del cine americano clásico, que tenían que resolver el problema de la falta de hombres y el enredo familiar en el oeste americano, territorio biblia, cows y caballos, los tatarabuelos del Trump, ¡menudo sinvergüenza! Un casting dudoso, porque Burt Lancaster era dieciséis años mayor que la Hepburn, y no pega que, después de prometer a la chica con el heredero de la otra familia, ahora se la quiera llevar al altar tras verla siempre como su hermana pequeña. ¡Como que mucho diván freudiano!, ¿no? Aunque no te extrañe, Huston hace de padre que se lía con su hija, que se lía no, que viola a su hija en “Chinatown”, la peli de Polanski, posterior, 1974. De casta le venía al galgo. Aunque Huston se salvó. Nadie dijo de él nada sobre sus apócrifas relaciones íntimas. Sin embargo, fíjate, a Kevin Spacey le acusaron de todo. A Woody Allen, al mismo Polanski, a los tres les han puesto de chupa de dómine y a pesar de que la Justicia ha absuelto a Spacey y los demás no han tenido causa judicial, el movimiento integrista feminista Torquemada los ha condenado a la hoguera.

Terry escucha acojonado, sin atreverse a hablar, el torrente didáctico que Carmelita le suelta mientras avanzan por la calle del León camino del bar del Ateneo. Cine y aperitivo durante el análisis posterior a la peli. ¿Acaso hay algo mejor, hay algo más en la vida?

—Te pagan bien por hacer esto, ganas dinero para tu familia, conoces parajes extraordinarios, viajas a lugares exóticos, paisajes fabulosos. ¿Acaso hay algo mejor que hacer en la vida? decía John Huston cuando le preguntaban por qué se metió en ese negocio. ¿O era John Ford? Ay, tengo dudas, Terry. ¿Quién decía eso? ¡Ah, sí, era Ford cuando rodó “La diligencia” en Monument Valley, tremenda película! ¿Pero a ti te interesa el cine, Terry? —y Carmelita le detiene en mitad de la acera exigiendo una respuesta, soñando un beso, que el reportero no sabe o no contesta.

—Sí, sí, fue John Ford rodando Key Largo con Bogart y la Bacall —responde Terry.

¡Hombres!, piensa para sí Carmelita. Y entran en el bar del Ateneo, ¡tan próximo al Palace!, donde un tal Federico se gastaba alegremente con sus amigos Salvador y Luis sus monedillas de agua que le enviaba su familia adinerada desde Granada.

—A los indios, los yanquis de Hollywood los tratan como basura. Vamos, la secuencia de la matanza de los kiowas no la supera ni Putin matando civiles en Ucrania. Los malos son los indios, los buenos son los americanos, ni el enfrentamiento familiar entre los dos hacendados vaqueros, Burt Lancaster contra el integrista religioso interpretado por Charles Bickford, supera a la alegría con la que matan los atrincherados Zachary en su búnker/vivienda a los piojosos indios. ¡Seguro que algún especialista se llevó una buena hostia! Uy, perdón, Terry, qué cosas digo —bésame, tonto, piensa para sí—, es que las caídas desde los caballos de los indios son casi lo mejor de la película. Son casi un catálogo de cómo tirarse de un caballo. Bueno, como esa sumisión de la Hepburn, arrastrada por Lancaster sobre el pedregal, su hermano/marido, que la lleva al sacrificio del matrimonio para salvar a la familia. Y de la madre, qué me dices, si parece la madre disecada de Norman Bates, el de Psicosis, que se rodó el mismo año, si tienen el mismo peinado, si hasta aparece muerta y todos la menean arriba y abajo en el refugio desde donde tiran al blanco, digo al indio. Lo que te digo, el inconsciente, Ford, digo Huston quería enredar al espectador y justificar el racismo imperante en los USA al comienzo de los 60. Fíjate, tres años después mataron a Kennedy. Y los secundarios están magníficos. Doug McClure, Trampas en “El Virginiano”, aquella serie televisiva de finales de los 60 en la tele cuando aún no existía la telebasura del espagueti.

Terry no dice nada. El torrente ablativo de Carmelita le ha dejado en off.

—Bésame, tonto —Carmelita agarra a Terry por la camiseta y le lleva hacia sí, sus bocas a milímetros—, que parece que la secuencia de la Hepburn arrastrada por el pedregal por el machito de Lancaster te ha quebrado el entendimiento.

Y Terry, muy pudoroso le acerca los morros y le da un beso a Carmelita tan bien tan bien que ni Burt ni Audrey lo hubieran hecho mejor. Ni siquiera Audrey con el reportero Joe Bradley, Gregory Peck, de vacaciones en Roma. ¡Ay, qué bonito es el amor!

—¡Ay, qué bonito es el cine Doré! —piensa para sí Carmelita mientras se besa en la eternidad de una película de Hollywood con Terry.

Y si quiere saber de qué hablaba Carmelita mientras Terry se defendía de su verborrea con el silencio de sus besos conjugados procure ver “Los que no perdonan”, aunque no sea en el Doré.

THE END