Los Asesinos de la Luna: ¿para qué tan larga?

Antoine Doinel (Madrid, 25 de octubre de 2023)

Aún receloso de la extrema duración de la película y con la previsión de haber vaciado la vejiga el espectador se sumerge sumiso en la butaca amparándose en el beneplácito que le otorga la brillante carrera de relator de historias que tiene sobre sus espaldas Martin Scorsese. Un cuentista delicado y delicioso. Y le viene a la memoria “Taxi Driver” o “Raging Bull” o “Goodfellas” y piensa que por muy largo que sea el filme saldrá recompensado de tan extraordinario ejercicio visual contemplativo. Y en la oscuridad, la pantalla empieza a soltarle planos y planos y secuencias y secuencias de una historia interminable ubicada en el western americano en los años 20 del siglo XX en la que unos blancos mezquinos, mafiosos y sin escrúpulos cometen todo tipo de abusos, estafas, crímenes y tropelías sobre una tribu india buena, los Osage, oriunda del medio oeste norteamericano. Y se pasa una hora y se pasan dos de maldad interminable en las que los blancos malos asesinan sin pudor y sin castigo a la inocente e ingenua tribu sin el menor remordimiento, sin justicia ni castigo ni venganza. Y la historia es todo planteamiento y planteamiento y planteamiento argumental, como si la estructura narrativa de la película se basara en contar minuciosamente hechos, detalles, sucesos, anécdotas sin ningún punto de ruptura, sin ningún sobresalto en el relato, sin ningún detonante que le saque al espectador de la modorra de que los malvados se saldrán con la suya. Y hay que esperar hasta el minuto 128 de la película, cuando muchas películas han acabado ya, para que haya un detonante que rompa el ritmo gelatinoso y tibio del cuento y empiece la tensión argumental y la historia se complique narrativamente. Es en ese momento cuando los federales del FBI, los chicos de Edgar Hoover, meten baza en el filme, en la historia que transitaba por el tedio próximo al aburrimiento. Y es cuando se agiliza y aumenta la brusquedad fílmica y el espectador se despierta y empieza a interesarse por lo que le cuentan desde la pantalla.

Y podríamos hablar de la magnífica interpretación de Jake LaMotta, perdón, Robert de Niro, de Leonardo di Caprio o de Lily Gladstone y de todos los secundarios que aparecen. O de la colaboración de Scorsese con su montadora de siempre, Thelma Schoonmaker. O del guion escrito con Eric Roth, un cuenta-historias con una carrera cinematográfica extraordinaria, autor entre otros de los guiones de “Forrest Gump”, “Munich” o “El curioso caso de Benjamin Button”. Pero para qué.

Y deberíamos destacar el desenlace de la historia, la secuencia final donde se esclarece el asunto y queda todo atado y bien atado argumentalmente y el espectador, aunque agotado, se queda tranquilo porque se le ofrece una solución a todos los líos y vericuetos por donde ha transitado el guion. Scorsese utiliza un recurso tan simple como efectivo: un homenaje al mundo de la radio y a las trasmisiones radiofónicas en directo que atraían a millones de oyentes en los años 20 del siglo XX. Y él mismo, en plan cameo como Hitchcock, sale en pantalla y le explica al respetable el desenlace del cuento utilizando una trasmisión teatral desde un estudio de radio. Era la época del triunfo de la radio. Un sinfín de oyentes gustaba de la tensión dramática de las ondas hertzianas. En la España de los cincuenta, sesenta y setenta, para las tristes vidas de la población el único regocijo del que podían disfrutar los ciudadanos era evadirse de sus problemas a través de escuchar la radio. Son esas historias de la radio a las que Scorsese rinde tributo en su película.

Y cómo no destacar el final, despedida que va de un primerísimo primer plano de la piel del tambor golpeado por los indios a una gran panorámica contemplada desde el cielo infinito.

Próximo a cumplir 81 años quizás Scorsese necesitara autoafirmarse en su creación cinematográfica a través de una película extremadamente larga. Como si contratara con Fausto el éxito a cambio del exceso de metraje fílmico. Al espectador le asalta la duda y antes de correr hacia el baño se pregunta por qué le han contado en tres horas y media lo que con apenas dos horas era suficiente.

Bueno, siempre nos quedará Toro Salvaje, se dice aliviada la vejiga.

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