Matar al maestro

Antoine Doinel

La ignorancia es miedo, sumisión, docilidad, aceptación por parte del ignorante de las ideas y del orden que presentan como indiscutible al poder. Cualquier poder, político, religioso, económico, etc., observa con inquietud el desarrollo del pensamiento, la expansión de las ideas en la población a su mando. El que piensa, ejercita o trasmite el pensamiento es enemigo del poder, del orden establecido, es un obstáculo que el dirigente combate para que la estructura social no se modifique, no se perturbe la pirámide en cuya cima permanece él, la minoría ejecutiva. El saber os hará libres y esa libertad disputa el trono al pensamiento único, a la jefatura elitista. Cuanto más ignorante sea el ciudadano más manejable será, más dúctil, más permeable permanecerá al jefe. Al estado totalitario no le interesa el ciudadano crítico, sino el vasallo obediente. La eliminación del aprendizaje de las lenguas clásicas, de la filosofía, incluso de las matemáticas, de los deberes escolares son algunas de las premisas a las que los estados totalitarios o aspirantes del orden recurren para someter a las clases sociales, para que el populacho permanezca en la incultura, en la ausencia de reflexiones. O sustituir el pensamiento por el consumo, por la tecnología ilimitada, el soma de la telefonía móvil o los “influencers”, los nuevos apóstoles de “a la felicidad si me sigues”. Los The fool on the hill actuales, no tan santurrones, que Lennon y McCartney compusieron hace 57 años.

Y el primer eslabón al que el poder ataca para evitar esa alteración contraria a su interés de permanencia inmutable es el maestro, el manantial que surte de conocimientos al niño, el despertador de las conciencias en la primera hora de la vida. “El maestro que prometió el mar”, la película de Patricia Font, es un alegato a esa libertad de pensamiento y un homenaje a los hombres, a los educadores que transmitieron el conocimiento, o lo intentaron, en una infancia rural de la Castilla interior en los tiempos finales de la República, 1935-1936, inoculados ya de fascismo. El maestro, interpretado por Enric Auquer, es el mensajero, el revelador del conocimiento, el forjador del saber, de lo nuevo en las conciencias de los pequeños alumnos. Una historia contada alternando el flash back y el tiempo presente desde el punto de vista de una mujer, interpretada por Laia Costa, que intenta desvelar el pasado enigmático de su abuelo, un niño de la guerra víctima del terror franquista. El planteamiento. Y aparecen la memoria histórica y las fosas comunes del franquismo que aún llenan de cadáveres las cunetas de las carreteras españolas. Son los muertos por las hordas falangistas de entonces que tanto incomodan al renovado neofascismo de ahora, que ha vuelto a gobernar en tantos pueblos de España negando la evidencia histórica o censurando, puerilmente, obras de teatro en las que los actores salen a escena en calzoncillos. Quizás porque no sean Calvin Klein.

El cura inquisitivo y antipático es el malo, el personaje secundario y negativo de toda película, interpretado por Milo Taboada, el representante de esa Iglesia oscura, cómplice histórico del poder antiguo que ahora reacciona airada al descubrimiento de los abusos sexuales que cometió contra los niños indefensos durante décadas. El nudo.

Laia Costa, también protagonista reciente de Un amor”, de Isabel Coixet, desarrolla su interpretación siguiendo una línea de interiorismo y escrutinio personal dominada por el claroscuro que domina sus actos. Desde la estructura narrativa, desde la psicología de su personaje no se entiende muy bien ese enfado y hostilidad que presenta contra el mundo. Su personaje se pasa toda la película irritada, como pidiéndole cuentas a la historia, culpándose de su ignorancia y arremetiendo contra los demás, algo que el guion no aclarará en el relato y que siembra de confusión al espectador. El nudo.

El plantel de niños realiza una interpretación excelente, es una representación grupal, la infancia como protagonista, deseosa de ver el mar, el horizonte nuevo, la inmensidad de las ideas que le son veladas y desconocidas. Ese mar, la alegoría de la libertad, que la guerra fratricida evitó que descubrieran. Les robaron las sardinas y los corales, las sirenas y tritones y les llevaron, sin embargo, al charco sanguinolento de la muerte en el que el franquismo convirtió España. Una historia de amor con final infeliz. El desenlace. El bueno la palma y la chica sigue enfadada. Gana el malo de la sotana.

Pero nada hay nuevo sobre la pantalla de proyección. Habría que recordar otra película de hace ya veinticinco años basada en hechos similares y con un desenlace parecido: “La lengua de las mariposas”, de José Luis Cuerda, tremendo alegato, aquella como la de Font, contra la represión sangrienta del golpe de estado franquista. En fin, que es verdad aquel viejo precepto de “Pienso, luego existo”, aunque nos cueste la existencia.

Y se escuchan, sorprendentemente, aplausos al final de la película, algo inusual en las salas comerciales. Los espectadores serán unos rojos que han visto el mar, apneistas, submarinistas.

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