París-Tombuctú-Lavapiés: veraneo en el Doré

Antoine Doinel

—¡Qué horror! Ver así a Michel Piccoli, con ese barrigón, tan viejo, tan derrotado, con lo que era en “Tamaño Natural” veintiséis años antes, da lástima comprobar el paso del tiempo, ese viaje en busca de la felicidad perdida que emprende el médico parisino. Berlanga no contó con su genial Azcona y eso lo pagó caro, así les salió el guion, por mucho colaborador familiar que metiera la mano en la marmita literaria, algo incomprensible, una majadería impropia del gran genio, de don Luis II. Bueno, sin ánimo de clasificar, ¡eh! El primer Luis fue Buñuel, simplemente por una cuestión de edad. Los dos tenían fijación con París. ¡Porque lo del viaje en bicicleta de París a Tombuctú… una propuesta completamente inverosímil! ¡Pero si se le ve muy mayor para pedalear! La premisa principal que debe tener un guion, una historia aun inventada es que sea creíble. Aunque sea mentira. Y quién se cree que Piccoli pueda pedalear encima de ese hierro retorcido con ruedas que le han puesto bajo el culo. Claro, a Boyero le faltó tiempo para ponerla a caldo, que sentía vergüenza ajena, escribió, se pasó, tampoco había que fusilarla, por mucho que los diálogos… —Carmelita se abanica con brío mientras esperan al camarero—.

—Berlanga recurre a sus actuaciones corales. La peli tienes que comprenderla así, firma de la casa, no hay protagonistas, todos lo son, fíjate que

—Y los diálogos —interrumpiendo— disparatados, como toda la peli, un disparate tras otro sin pies ni cabeza, con el star system patrio del momento mojando en la paella. Vamos, que no falta ni uno: Concha Velasco, Amparo Soler Leal, Gurruchaga, Santiago Segura, que ya se veía de brazo tonto de Torrente, Juan Diego todo el rato en pelota, José Sancho, que hace un papelillo de tres pesetas, estaba mucho mejor antes interpretando al estudiante en Curro Giménez, o al cardenal Tarancón después. Aquí sale un momento para meter la cuchara en la paella, que es lo que es la película, una paella coral, una excusa de Berlanga para comerse con los amigos, todos juntos una paella en su adorado Calabuch, en Peñíscola, ese es el verdadero sentido de la película, una excusa para ponerse de arroz hasta arriba. Sí, por favor, camarero.

El camarero de la Sidrería Asturiana de la calle Argumosa, en Lavapiés, se acerca con la carta.

—Ya lo tenemos decidido. Una de chopitos, una de cecina y una botella de sidra.  

—Enseguida viene todo —y se aleja hacia la barra.

—Mira, Terry, una paella y la mascletá, esencia valenciá, cohetes y petardos todo el rato entre las murallas de Peñíscola, un lugar donde Charlton Heston y Sofía Loren rodaron después “El Cid”. ¡Alucinabas!, todo el pueblo de Calabuch, digo de Peñíscola de figurantes rodando con Charlton Heston y la Loren, un homenaje a sus orígenes, para Berlanga era volver al paisaje de sus primeros éxitos, todos los amigos juntos, el espíritu de la gran familia de Plácido, de Bienvenido míster Marshall, de El verdugo, de La Vaquilla, de La escopeta nacional. Los planos secuencia que tanto le gustaban a don Luis II. Los planos secuencia, que son como su firma, la razón de su cine. En aquella secuencia de La Vaquilla, toda la tropa subiendo agotados la cuesta, que mandó repetir treinta y dos veces para elegir después la primera, lo contaba Alfredo Landa, treinta y dos veces subiendo la jodía cuesta con el correaje, las botas, el mosquetón y el uniforme republicano, con un calor de caldera que Berlanga les hizo subir a todo el elenco para después elegir la primera toma. Se dice pronto. Pues aquí no hay planos secuencia. Aquí en París-Tombuctú sólo hay planos demencia.

—Al menos no pierde su humor, sigue siendo un cine divertido, incluso surrealista y crítico con esos hermanos pleiteando por la herencia de

—La que sale bien parada —interrumpiendo a Terry— es Concha Velasco. Concha le debe agradecer a Berlanga lo bien que la saca en la película. Una señora de su edad y enseñando las tetas, que las tiene magníficas, ¡peazo tetas!, no sé qué pensarás tú como hombre, pero a mí me parece que la Velasco se llevó un alegrón al enseñar las domingas, además comparada con la otra señora a la que la cirugía mamaria le ha dejado unas tetas impresentables. Tamaño natural, jaja. Unas piernazas y un culazo que tiene la Velasco, ahí ya con sesenta años, que hace muy bien en enseñar. Y además es que tiene sentido porque Piccoli es cirujano plástico, no está metido con calzador en el guion. Mucho más guapa que de Chica yeyé. Casi lo mejor de la película.

El camarero deposita sobre la mesa los chopitos, la cecina y sirve la sidra.

—Deliciosa, qué fresquita. No, decía que los hermanos pleitean

—Sí, ese es otro delirio de los guionistas. O era para darle el papel a Gurruchaga, que se interpreta a sí mismo en su versión viaje con nosotros. La película es completamente absurda. Si hasta sale Bahamontes, pobrecito, que se ha muerto ahora, interpretado por Luis Ciges. ¿Sabías que Luis Ciges era sobrino de Azorín? Ciges, otro casi hermano de Berlanga, que se llevaban como hermanos, a mí me gusta mucho en “Amanece que no es poco”, en el sidecar o en la cama de la pensión con Antonio Resines, esos diálogos absurdos entre padre e hijo, tan surrealistas pero tan convincentes, guion, guion y guion el que hizo Cuerda. Resines, irreconocible, hace del ciclista que le vende a Piccoli la bici en París, ¿pero qué pinta Bahamontes en la película?, está metido con calzador, una excusa para homenajear al ciclismo y de paso un papelito para Ciges. Estos chopitos están buenísimos, ¡pues anda que la cecina!, pincha, pincha antes de que se enfríen, aunque con este calor… —y Carmelita se afana sobre la bandeja de chopitos tenedor en ristre— ¡riquísimos! Anda, abre esa segunda botella de sidra, que hace mucho calor.

—No, decía que los hermanos

—Ya sabes, una película es una obra conjunta, preproducción, rodaje y postproducción. La fotografía la hizo Hans Burmann, hermano de Wolfgang, el decorador, e hijo de Sigfrido, que vino de Alemania a principios del siglo XX y llegó a trabajar en la UFA de director artístico, los Burmann, una dinastía de creadores y artesanos del cine. Parece que, seguro por iniciativa de Hans, aquella cámara inquieta de Berlanga capaz de aguantar un plano de más de tres minutos aquí se atempera, se adecua a la cultura y educación cinematográfica del espectador del año 1999, el fin del milenio, cuando se rodó la peli. La televisión había modificado la percepción del espectador. Y ya existía el vídeo y podías ver después la peli en tu casa. La magia de la gran pantalla era algo ya casi desconocido por el espectador. Las salas cuchitriles que ahora han sustituido a los cines de la Gran Vía. Eso que ahora reivindica el Garci, un crak. Por eso me gusta venir al Doré para ver las pelis clásicas. Con esa pantalla, con este aire acondicionado, con este público entendido, ¡si es lo mejor para el verano! Y después te bajas a Lavapiés y te zampas unos chopitos en la sidrería asturiana y es como si el león de la Metro se arrodillara a tus pies y rugiera de placer. Traiga otra botella de sidra —dirigiéndose al camarero— y dos tartas de queso de postre. Qué bien se está en el Doré, digo en la sidrería, qué fresquitos.

—Sí, yo decía que si el guion

—Sí, tienes razón, habría que modificar el guion. Ya sabes todas las veces que el guion se ha modificado a lo largo de la historia del cine. Desde “Casablanca” hasta “El Cid”, los guionistas son los negros que trabajan a destajo para dar gusto al ego de las superestrellas. Recuerda que John Ford mantenía con los guionistas una complicidad comprometida. “Diga lo que pone en el guion, no se salga del guion, de lo que ha escrito ese señor al que le pagan muy bien por escribir eso que usted no ha dicho”, dicen que le dijo a Claire Trevor, la chica de “Stagecoach”, aquí “La Diligencia”, porque no decía lo que estaba escrito en el guion. Claire Trevor, la chica resignada del malo Edward G. Robinson en “Key Largo”. En “La Diligencia” hay una secuencia en el saloon que le sirve a Berlanga para su “Bienvenido”, los vasos de güisqui se deslizan por la mesa mostrador, Pepe Isbert, el alcalde, disputa con el malo los tobillos de la chica, el sueño erótico de Lolita Sevilla. De nada le valió a Edward G. Robinson que se opusiera a “Bienvenido” en Cannes, fue laureada. Lo mejor para el verano, el cine, y ver ocho veces “Stagecoach”, si no es en el Doré en tu casa. Por eso no le veo mucho sentido al título ese de Tombuctú, y si trabajara para Berlanga suprimiría lo de Tombuctú y añadiría un Lavapiés, mucho más adecuado al título que el original. El Doré, aire acondicionado, chopitos, cecina, sidra, tarta de queso, una conversación agradable entre dos amantes del cine. ¿Acaso hay algún sitio mejor para veranear? Un París-Lavapiés, sin más.

 —Sí, el guion, el guion, el guion

—No hables tanto, cariño, y tómate el helado, que se derrite.



Cartelera del Doré mes de agosto

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